Atentado a los EE. UU. by Murray Leinster & Robert A. Heinlein

Atentado a los EE. UU. by Murray Leinster & Robert A. Heinlein

autor:Murray Leinster & Robert A. Heinlein
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Ciencia ficción
publicado: 1952-01-01T00:00:00+00:00


X

«¡Whooo-ooo-OOO-OOO-OOOMMM!» Era la tercera bomba-cohete que salía de su tubo de lanzamiento. Y mientras su aullido iba extinguiéndose, un grito de triunfo, tenue y ahogado, resonó por los corredores de Madriguera Ochenta y Nueve. En la sala de controles, Sam estaba muy pálido. Sus manos temblaban. Pero al ver entrar a los hombres de Sun Valley hizo un esfuerzo y se dominó. Eran los agregados consulares y diplomáticos subalternos que habían tenido la suerte de estar en Sun Valley en lugar de sus puestos cuando cayeron las bombas sobre América. No parecían ya protocolarios, ni corteses, ni imperturbables. El inglés se secaba constantemente la frente. El húngaro se tambaleaba en el umbral. El chino estaba más pálido que un caucásico. Los ojos del griego echaban llamas. Las manos del polaco se juntaban y retorcían. Cada uno de ellos llevaba un pequeño paquete de papeles y fotografías en la mano. «¡Whooo-ooo-OOO-OOO-OOOMMM!» La Madriguera se estremeció al salir un nuevo proyectil. Cuando lo oyeron estaba ya subiendo por el vacío más allá de la atmósfera de la Tierra. Una vez lanzado no había recuperación posible. Recorrería miles de millas a través del vacío, con el sol brillando sobre él y después iría bajando y bajando y se produciría una llamarada de materia aniquilada que alcanzaría la estratosfera. La llamarada contendría los átomos y moléculas de casas y máquinas, y de las piedras mismas de las calles, y habría vestigios de carbono e hidrógeno y otros elementos que pocos instantes antes habían sido parte integrantes de cuerpos vivos. Pero no serían ya distinguibles de los otros.

El silencio de la sala de controles era mortal. Un hombre respiraba jadeante, produciendo un ruido rasposo con la garganta. Todos ellos tenían la mirada fija en Sam Burton que permanecía de pie al lado del sitio de mando.

—El bombardeo ha empezado —dijo con voz vibrante—. Las primeras bombas caerán dentro de breves minutos. Cada Madriguera de América está disparando sobre objetivos predeterminados. Estamos convencidos de haber descubierto la nación que asesinó a nuestros compatriotas. Los comandantes de otras madrigueras, ante las pruebas que tenéis en vuestras manos, la han reconocido unánimemente.

—Señor —dijo el inglés con voz seca—, convengo en que la prueba es suficiente. En nombre de la humanidad, sólo puedo apelar… Las bombas que se han disparado no pueden ser detenidas. Pero…

Se ahogaba. Con voz pausada, Sam Burton respondió:

—¿Qué otra cosa podemos hacer? Si la guerra es un crimen debe ser castigada. Y los seres humanos son ciertamente responsables de sus gobiernos. Se someten a ellos si no los apoyan. El hombre que se deja esclavizar, permitiendo a sus dirigentes planear la guerra, comete un crimen de lesa humanidad. Y su crimen es el asesinato. Setenta millones de mis compatriotas han sido asesinados por hombres que se dejaron esclavizar. Si su crimen no es castigado de forma que todo hombre que soñase en repetirlo se sienta bañado por el sudor frío del terror, ¿cuántos centenares de millones más no serán asesinados?

Hablaba con una calma absoluta, pero sus manos temblaban de tal forma que las apoyó sobre la mesa para ocultar su temblor.



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